Por María Elena Garay
Se sienta en la cama, ha recorrido toda la casa, esto es absurdo piensa, se toma la cara entre las manos y permanece así por un rato. Se para bruscamente ¡ la cochera! eso le faltó. Es lo más importante, no busca el auto, no está como lo supuso, sino las herramientas. Los estantes de madera adosados a la pared son esqueletos vacíos. La pintura manchada con grasa y dos grampas solitarias le recuerdan que de ahí colgaban un serrucho y una pala. Ya no hay esperanzas, se dice con agobio.
Esa tarde entró a su casa como a las siete cargada de cuadernos y mapas, como todos los días, cansada igual, pensando que los alumnos están cada día más jodidos y que la geografía no les interesa un pito. Sobre la mesa, la fuente de cristal no había sido retirada, ya debería haber preparativos para cena, al menos siempre pone la mesa, la verdad es lo único que hace de las tareas de la casa y eso que tiene todo el tiempo libre, pero se pone a fabricar objetos inservibles, dele serruchar y clavar: un banquito, una escalera… A ella le pone los nervios de punta y qué escándalo si le dice algo; le contesta que se calle, si a ella le gusta tirar la plata en peluquería, ropa nueva, boludeces. En la cocina, ni una olla sobre la hornalla. Gritó ¡hola! y no obtuvo respuesta. Corrió al dormitorio con un nudo en el estómago, abrió el placard: cuatro perchas flacas como pájaros, oscilando por la corriente de aire. Abrió sus cajones: nada. Con los ojos inundados corrió al baño: lo primero que echó en falta fue la bata de toalla, bata rotosa que él tanto ama.