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17 ago 2013

A LA DERIVA - cuento de María Elena Garay

 El portazo y su cuerpo entrando a cuarenta y cinco grados. Superpuestos como ella había hecho. Se estabiliza unos segundos y antes de emerger abre los ojos, ve la aspereza del suelo pintado de celeste. Sale apenas para tomar aire, se sumerge nuevamente, estirada. Mira la punta de sus dedos, y como ante un puntazo hirviente en el centro de la espalda, encoge brazos y piernas, toma envión. La cabeza sube y entra, la visión acotada por los bordes de las antiparras. Repite la maniobra automáticamente y avanza. Sólo el murmullo de su respiración la acompaña, inspira por la nariz, expira por la boca produciendo miles de pequeñas burbujas como una nube. Quiere recordar el rostro del hombre mayor, no lo logra. Sólo su torso atlético perlado de sudor acercándose, las costillas marcadas. Llega a la punta, da una vuelta carnero, sus pies hacen palanca y sale disparada en dirección contraria. Quiere nadar hasta que la respiración se corte. Va y viene. Siente un golpe en la cabeza, seco y enérgico. Perdoname fue mi culpa, dice un muchacho a su lado. Ella sabe que es así, él se ha cruzado de carril pero dice no, fue culpa mía, le sonríe y sigue. Es mi culpa se repite varias veces. Aunque no lo dijo cuando Pedro supo de la existencia del hombre mayor. Lejos, varios chicos patalean tomados del borde, produciendo una espuma blanca como el velo que Pedro levantó para besarla. De no haber sido por el manotazo, no hubiera visto a los chicos, tampoco pensado en ese día. Hacía mucho que no pensaba en ese día cuando conoció al hombre mayor. Hace veinte piletas y se apoya parada contra la pared, los brazos abiertos en cruz. El agua se ondula como la arena del desierto produciendo reflejos cambiantes. El olor a cloro es potente. Hay poca gente ese día. Les gustaba la pileta con poca gente. Aunque Pedro le llevaba ventaja se juntaban de a ratos en la orilla a descansar, como ella lo hace ahora sola. Piensa en otra cosa, algo nuevo, extraño, en la pared blanca del consultorio en el que ha estado hace dos horas. Recuerda que se dijo que no iba a parar y sigue en otro estilo. Va rompiendo el agua en un hilván. Deja asomar la cara rítmicamente a un lado, dos brazadas adentro, al otro lado. Brazada doble, le había enseñado Pedro; le costó bastante. Claro que Pedro entrenaba todos los días para el equipo y la acompañaba sólo algunas veces por semana en otro horario. Se cuida de conservar su lado del carril, a la derecha de la línea negra que lo divide temblorosa. Pedro sosteniendo la copa con sus compañeros de equipo al lado y los aplausos. Ella aún no sabe nadar ni lo conoce. Hace mucho tiempo. Se detiene de nuevo en el borde, ve la punta de sus pies pálidos y el vientre chato. Se deja estar boca abajo meciéndose a la deriva, abandonada como los restos de un naufragio. A los costados pasan siluetas desleídas. Trata de aguantar, de pronto la explosión, inspira profundo. Ahora, de espaldas, mira el tinglado de aluminio de la cobertura. Atrás, desde el pilar, alguien se tira de cabeza y la salpica; entonces tose y se incorpora. Mira el grupo de chicos, la profesora les hace recomendaciones que ella no escucha porque están lejos, en el primer andarivel. Los chicos no molestan, hay muchos y los nadadores como ella sólo usan los tres últimos. Van y vuelven por la derecha de la línea negra que divide temblorosa cada carril demarcado por cuentas enhebradas en una cuerda. Ahora se da impulso de espalda y bracea. El brazo en alto entra perpendicular a la superficie marcando un círculo por debajo mientras el otro ya ha salido para forjar la misma parábola. Las piernas ayudan, el pataleo firme. En medio del techo, un gran ventanal de polipropileno translúcido deja entrar la tenue luz del sol. En verano esa ventana se abre y el sol cae a plomo sobre los cuerpos dorados de ella y Pedro. Juegan a hacer sombra, tomados de la mano. La ventana anuncia la mitad del recorrido, igual no es posible chocar en la punta porque tres metros antes, arriba, una cuerda con banderines atraviesa la pileta. Si uno nada boca abajo, a la misma altura, la línea negra forma una T. Sólo quedan tres o cuatro brazadas para llegar. Algo le hace cambiar de posición: ahora, boca abajo, se desliza hasta la pared. Antes de llegar se insinúa una silueta, con una maniobra del pie izquierdo tuerce el recorrido para no chocarla. Alcanza a ver las piernas, saca la cabeza, se quita las antiparras empañadas. Pedro. Tras el asombro, ella quiere decir tantas cosas, lo mira y sólo dice: Volvé por favor. Él, con rápidas brazadas llega a la escalerilla y a punto de subir, se escurre el pelo, sacude la cabeza. Ella alcanza a divisar las pequeñas gotas que caen, uno y otro pie sosteniendo los gemelos marcados sobre los escalones. Pedro, amado Pedro. Se hunde queriendo sentarse, el agua la levanta; quiere acostarse, yacer en el fondo, el agua la levanta. En cada inspiración vuelve el portazo. Pedro yéndose. Un mes y medio, una eternidad. Floja, da vueltas hecha un ovillo, cada tanto sale a respirar, la superficie es un plano inclinado, desparejo. Se deja estar en la sábana envolvente del agua, ingrávida, igual que, imagina, el pequeño hijo de Pedro que ella sabe desde hace dos horas, hace lo mismo en sus acogedoras aguas. Luego flota estirada mirando el techo del tinglado que lagrimea gotas condensadas, mira cuando una en particular se desprende, sigue su recorrido e intuye que ya está mezclada con el agua, la de la pileta, la de sus propias lágrimas. MEG julio 2011