Para Bob Dylan
Se llamaba Connie. Tenía
quince años y la costumbre rápida, risueña y nerviosa de estirar el cuello para
mirarse en un espejo al pasar, o de investigar las caras de los demás para
asegurarse de que la suya estaba bien. Su madre, que se daba cuenta de todo y
lo sabía todo y que no tenía muchas razones para seguir mirando su propia cara,
siempre la regañaba por eso. “Deja de pavear. ¿Quién te crees que eres? ¿Te
crees tan bonita?”, le decía. Connie arqueaba las cejas frente a esa queja
conocida y la miraba como si fuera invisible, la mirada perdida en una visión
oscura de sí misma tal cual era en ese momento: sabía que era bonita y no había
más que hablar. Su madre lo había sido también en algún momento, si podías
creerle a esas fotos viejas del álbum, pero ahora su atractivo se había ido y
por eso siempre se ensañaba con Connie.
“¿Por qué no puedes
mantener tu cuarto limpio como tu hermana? ¿Con qué te peinaste? ¿Qué es eso
que huele tan mal? ¿Espray de cabello? No veo a tu hermana usando esa basura.”
Su hermana June tenía
veinticuatro años y todavía vivía en casa. Era una de las secretarias en la
escuela secundaria de Connie, y como si eso no fuera suficiente —tenerla en el
mismo edificio—, June era tan poco atractiva y gorda y predecible que Connie
tenía que oír el sinfín de elogios que le dedicaban su madre y sus tías. June
hizo esto, y aquello, y June ahorró dinero y ayudó a limpiar la casa y cocinó y
Connie no hizo nada; claro, con esa mente llena de sueños baratos que tiene. Su
padre estaba en el trabajo todo el día hasta tarde, y cuando llegaba a casa
quería cenar y leer el periódico en la mesa y después irse derecho a la cama.
No se molestaba mucho en hablar con ellas; pero alrededor de su cabeza
inclinada sobre el periódico su madre la seguía asediando hasta que Connie
deseaba que se muriera y morirse ella misma y que todo se terminara de una
buena vez. “Me dan ganas de vomitar a veces”, se quejaba con sus amigos. Tenía
una voz aguda, divertida, sin pausas para respirar, que hacía que todo lo que
decía sonara un poco forzado, sin importar si era sincero o no.
Al menos una cosa estaba
bien: June salía mucho con sus amigas, chicas tan poco atractivas y gordas como
ella, con lo que al menos su madre no le ponía peros cuando Connie quería hacer
lo mismo. El padre de su mejor amiga las llevaba en el coche las tres millas
hasta el pueblo, y las dejaba en un centro comercial para que pudieran recorrer
las tiendas o ir al cine, y cuando volvía a recogerlas a las once de la noche
nunca se preocupaba en preguntar qué habían hecho.
Deben haber sido una
visión conocida, paseando por el centro comercial en sus pantalones cortos y
zapatillas chatas de bailarina chocando contra la acera, sus pulseras de
colgantes tintineando en sus muñecas delgadas; inclinándose una sobre el oído
de la otra para susurrar y reírse en secreto cuando pasaba alguien que les
divertía o interesaba. Connie tenía el pelo largo y rubio oscuro que atraía las
miradas de todos, parte recogido en un gran bucle sobre su cabeza, el resto
cayendo sobre su espalda. Llevaba una blusa de jersey sin botones que se veía
de una manera en casa y de otra totalmente distinta afuera. Todo acerca de
Connie tenía dos caras, una para su casa y otra para cualquier otro lugar que
no lo fuera: su manera de caminar, a veces infantil, como rebotando, a veces
bastante lánguida como para que alguien pensara que estaba escuchando música en
su cabeza; su boca, pálida y en una mueca un poco sarcástica la mayor parte del
tiempo, y que se volvía brillante y rosada durante estas salidas nocturnas; su
risa, cínica y cansina en casa —Ja, ja, muy gracioso— pero aguda y nerviosa en
cualquier otro lugar, como el tintineo de los dijes de su pulsera.
A veces iban de compras o
al cine, pero otras veces cruzaban la carretera, esquivando rápidamente los
coches de la calle transitada, a un restaurante drive-in donde iban los chicos
más grandes. El restaurante tenía la forma de una enorme botella, aunque más
chato y ancho que una botella real, y sobre el tapón giraba la figura de un
niño sonriente sosteniendo una hamburguesa en alto. Una noche de verano
cruzaron, quedándose sin aliento por su propia audacia, y enseguida alguien se
asomó por la ventanilla de un coche y las invitó a subir, pero era solo un
muchacho de la escuela que no les gustaba. Les hizo sentir bien poder
ignorarlo. Siguieron a través del laberinto de coches en movimiento y
estacionados hasta el restaurante muy iluminado y lleno de moscas, sus rostros
satisfechos y expectantes, como si entraran en un edificio sagrado irguiéndose
frente a la noche para darles el refugio y la bendición que anhelaban. Se
sentaron al mostrador, las piernas cruzadas a la altura de los tobillos, sus
pequeños hombros rígidos de la emoción, y escucharon la música que hacía que
todo estuviera bien: la música siempre en el fondo, como en misa; algo en lo
que se podía confiar.
Un chico llamado Eddie
entró para hablar con ellas.