Los vestiditos de franela floreada, como el percal a la Estercita, me perseguían. Llenos de pliegues y volados, eran la secreta venganza de la tía Luisa, por la resignación de mis siete primos, sus hijos, todos varones, tan insulsos, tan iguales los pantalones a media pierna. Las camisetas de Interlock, herencia de mi hermano, muy cortas para ser enaguas y muy largas para su real destino me daban un aire de muñeca rellena pero ciertamente me mantenían el trasero calentito. De las canillitas al aire ni hablar.
Era el tiempo en que el barrio, para mi gozo, era un gran baldío con todas sus ventajas: acortar distancias, hacer chocitas en los yuyos, jugar a la pelota con los varones. Pero sobre todo, el barrio era un gran anfiteatro con varios escenarios a elección para el día de San Pedro y San Pablo.
Junio arreciaba con ganas, con la pureza de esos tiempos en que las cosas eran o no eran: en invierno hacía frío, sin ambigüedades.
A la mañana, los más chicos acarreábamos yuyos secos, parvas inmensas, monumentales. Los “grandes” dirigían la operación con la presteza de un capitán de barco: -Estos verdes no sirven , al costado.- Eran los mismos grandes a los que nunca les tocaba el arco. Pero al final todos en un clima de excitación, con nuestras cargas como hormigas trajinábamos de un baldío a otro entre órdenes y contra órdenes, gritos, risas, peleas.
Por turno íbamos a tomar el obligado tazón de leche, siempre dejando a los guardianes adorando al ídolo, esa ingeniería vegetal preparada para el gran instante.
El atardecer marcaba el comienzo: el Líder con una cajita de fósforos Ranchera escamoteada de la cocina de su casa anunciaba el momento. Los chicos con la mirada fija en la parva parecíamos un pelotón de novatos a punto de jurar la bandera.
¡FUEGO! El crepitar de los yuyos secos, la humareda que revolvía el viento y nos hacía toser, las risas, el apurado alimentar la voracidad de esa boca de cien lenguas aceleraban in crescendo el ritmo de la fiesta.
¡FUEGO! El crepitar de los yuyos secos, la humareda que revolvía el viento y nos hacía toser, las risas, el apurado alimentar la voracidad de esa boca de cien lenguas aceleraban in crescendo el ritmo de la fiesta.
El fío ya no existía y las mejillas coloradas expedían más chispas que el fuego mismo.
La fogata ardía hasta que la noche bien entrada le daba otra dimensión, otro tiempo a nuestro juego. Las sombras proyectadas, la contemplación silenciosa de la consumación, la sensación de un amor inmenso. El fuego empequeñecía y la plenitud crecía hasta el desborde; todo era distinto, como una resurrección.
Pero todavía faltaba algo: entre las negras virutas que se salvaban del vuelo, estaban ellas, hirvientes, crocantes, apetitosas: las batatas. Los palos las rescataban de los últimos rescoldos y en fila india recogíamos el preciado tesoro, nunca tan exquisito.
Al final, exhaustos, felices, tiznados y olorosos regresábamos a casa. Otro año vendría para revivir el rito, los dioses de la niñez todavía nos pedían la pureza del fuego.