Realmente me desilusionaba ese obsesivo temor tuyo que poco a poco iba tejiendo su trama y te iba atrapando como una telaraña a un insecto, nada menos que a vos, tan ubicada, intelectual, fuerte. Seguramente aquél día no hubiera imaginado esa faceta tuya, cuando me llamó la atención que una mujer de aspecto tan delicado se interesara por los libros sobre la construcción de los aviones, hasta que después sí pude comprenderlo y hasta me pareció lógico que estuvieras averiguando sobre la vida de los pájaros. La intriga me llevó todos los días a la biblioteca, sólo para observarte, para deleitarme en la contemplación de tu concentración empecinada, y entonces supe que ese ceño fruncido sobre los libros era el indicio palpable de una sensibilidad exquisita. Y jugué con ventaja, lo confieso, porque inmediatamente tuve la certeza de que te interesarías por mis tallas y no sé con qué excusa te mostré mis dibujos.
Después fue ese café interminable donde desmenuzamos confesiones, el asombro y la risa por las coincidencias. Y luego el atropello por contarnos, la necesidad de soltarse, darse, regalarnos historias, las nuestras, las del mundo, las más locas jamás imaginadas. Y ya no fue posible acallar la necesidad de los encuentros, la compulsión por hallar ese resquicio a la rutina, por el contacto de la piel anudada en las manos, en las caminatas por el centro de la ciudad, sin testigos, dioses desnudos en medio de la multitud, sólo vos y yo rescatando la eternidad en un momento.
No me acuerdo qué le dije a Ana por las largas ausencias ni siquiera me acuerdo de la presencia en mi casa porque hasta ahí llegabas vos y te sentabas a la mesa, destendías mi cama y reías, reías. Pero empezaste a hablarme de tus temores ridículos, pensaste que Ana lo sabía todo, una racionalista confesa como vos creyendo en maleficios, en que los sapos despanzurrados en tu vereda acabarían por hacerte mucho daño. Me molestaban esos comentarios, me sumían en un silencio malhumorado. Temores absurdos, nacidos de la constatación de una mente alucinada, y siempre poniendo a Ana de por medio, creo que sé quién está tratando de alejarme de tu vida, decías. Para qué mezclar a terceros en nuestra dicha, quién podrá nunca (nunca no se dice) separarnos.
Después fue ese café interminable donde desmenuzamos confesiones, el asombro y la risa por las coincidencias. Y luego el atropello por contarnos, la necesidad de soltarse, darse, regalarnos historias, las nuestras, las del mundo, las más locas jamás imaginadas. Y ya no fue posible acallar la necesidad de los encuentros, la compulsión por hallar ese resquicio a la rutina, por el contacto de la piel anudada en las manos, en las caminatas por el centro de la ciudad, sin testigos, dioses desnudos en medio de la multitud, sólo vos y yo rescatando la eternidad en un momento.
No me acuerdo qué le dije a Ana por las largas ausencias ni siquiera me acuerdo de la presencia en mi casa porque hasta ahí llegabas vos y te sentabas a la mesa, destendías mi cama y reías, reías. Pero empezaste a hablarme de tus temores ridículos, pensaste que Ana lo sabía todo, una racionalista confesa como vos creyendo en maleficios, en que los sapos despanzurrados en tu vereda acabarían por hacerte mucho daño. Me molestaban esos comentarios, me sumían en un silencio malhumorado. Temores absurdos, nacidos de la constatación de una mente alucinada, y siempre poniendo a Ana de por medio, creo que sé quién está tratando de alejarme de tu vida, decías. Para qué mezclar a terceros en nuestra dicha, quién podrá nunca (nunca no se dice) separarnos.