El aviso les informó de que la medida era temporal: durante cinco días les
cortarían la electricidad por espacio de una hora, a partir de las ocho de la
noche. La última tormenta de nieve había producido una avería en el suministro
y los empleados de la compañia iban a acometer la reparación a primera hora de
la noche, cuando el clima era algo más clemente. La reparación iba a afectar
solamente a las casas de la tranquila calle arbolada, cercana a una hilera de
tiendas con fachadas de ladrillo y una parada de tranvía, en la que Shoba y
Shukumar habían vivido durante tres años.
“Está bien que nos avisen,” admitió Shoba después de leer el aviso en voz
alta, más para sí misma que para Shukumar. Dejó que la correa de su bolso de
cuero, repleto de documentos, resbalara de sus hombros, y lo dejó en el pasillo
mientras caminaba hacia la cocina. Llevaba un abrigo azul, pantalones grises y
zapatillas blancas; se veía, a los treinta y tres, como el tipo de mujer al que
alguna vez juró que nunca se parecería.
Venía del gimnasio. El carmín rojo se podía apreciar sólo en la comisura de
su boca, y el delineador había dejado manchas de carbón bajo sus pestañas
inferiores.
Solía verse así a veces, pensó Shukumar, en las mañanas después de una
fiesta o de una noche en el bar, cuando ella tenía demasiada flojera para
lavarse la cara, demasiado ávida de entregarse a sus brazos. Ella dejó caer la
correspondencia en la mesa sin mirarla. Sus ojos estaban todavía fijos en el
aviso que tenía en las manos. “Deberían hacer esto durante el día”.
“Cuando yo estoy aquí, quieres decir,” dijo Shukumar. Puso la tapa de
vidrio en una olla con cordero, ajustándola de tal modo que ni siquiera el
vapor pudiese escapar. Desde enero, él había estado trabajando en casa,
intentando terminar los capítulos finales de su tesis doctoral sobre las
revueltas agrarias en la India. “¿Cuándo empiezan las reparaciones?”
“Dice que el 19 de marzo. ¿Hoy es 19?” Shoba se dirigió al corcho enmarcado
y colgado en la pared junto al refrigerador, vacío salvo por un calendario con
motivos decorativos sacados del papel pintado de William Morris. Ella lo miró
como si lo viera por primera vez, estudiando cuidadosamente el diseño en la
parte superior antes de permitir que sus ojos descendieran a la trama numerada
de la parte de abajo. Un amigo les había enviado por correo el calendario como
regalo navideño aunque Shoba y Shukumar no hubieran celebrado la navidad aquel
año.
“Es hoy, entonces,” anunció Shoba. “Por cierto, tienes una cita con el
dentista el viernes que viene.”
Él pasó su lengua por la parte superior de sus dientes. Había olvidado
cepillárselos esa mañana. No era la primera vez. No había salido de casa en
todo el día, ni el día anterior. Cuanto más estaba Shoba fuera de casa, cuanto
más comenzaba ella a hacer horas extras y a tomar trabajos adicionales, más
quería él quedarse en casa, sin salir siquiera para ir por el correo o comprar
fruta o vino que estaban en las tiendas junto a la parada del tranvía.
Seis meses atrás, en septiembre, Shukumar se encontraba en un congreso
académico en Baltimore cuando Shoba empezó el trabajo de parto, tres semanas
antes de la fecha prevista. Él no había querido ir al congreso, pero ella
insistió. Era importante empezar a hacer contactos y él iba a entrar al mercado
laboral al año siguiente. Ella le dijo que tenía el teléfono del hotel y una
copia de los horarios y números de vuelos y que se había organizado con su
amigo Gillian para que la llevara al hospital si surgía una emergencia. Cuando el
taxi salió de la casa aquella mañana hacia el aeropuerto, Shoba se despidió de
él en la puerta de casa envuelta en su bata, con una mano descansando en el
montículo de su vientre como si fuera una parte perfectamente natural de su
cuerpo.
Cada vez que recordaba ese momento, el último en que vio a Shoba
embarazada, lo que más recordaba era el taxi, una camioneta pintada de azul con
letras rojas. Una caverna comparada con su propio coche. Aunque Shukumar medía
casi metro noventa, con unas manos demasiado grandes hasta para acomodarlas en
el bolsillo de sus jeans, se sintió diminuto en el asiento trasero. Mientras el
taxi iba por la calle Beacon, se imaginó el día que él y Shoba necesitaran
comprar su propia camioneta, para llevar y recoger a sus hijos de las clases de
música y las citas con el dentista. Se imaginó a sí mismo sosteniendo el
volante, mientras Shoba se daba la vuelta para repartirles juguitos a los
niños. Alguna vez estas imágenes de paternidad le habían molestado, sumándose a
la preocupación de que aún era un estudiante a los treinta y cinco. Pero esa
mañana de otoño, con los árboles todavía cargados con hojas de bronce, disfrutó
por primera vez esa imagen.
Un miembro de la organización se las arregló para dar con él en una de las
idénticas salas de convenciones donde le pasó la nota, un cuadrado rígido de
papel. Si bien sólo había un número telefónico, Shukumar supo que se trataba
del hospital. Cuando regresó a Boston ya todo había terminado. El bebé nació
muerto. Shoba estaba en la cama dormida, en un cuarto privado tan pequeño que
apenas había espacio para pararse junto a ella, en un ala del hospital que no
les había sido mostrada durante la anterior visita como futuros padres. Su
placenta había cedido y le habían tenido que hacer una cesárea de urgencia pero
resultó demasiado tarde. El doctor explicó que esas cosas pasaban. Sonrió del
modo más amable posible en que es posible sonreírle a un paciente y que sólo
los profesionales conocen. Shoba podría ponerse de pie en unas cuantas semanas.
No había nada que indicara que ella no pudiera tener niños en el futuro.
Por esos días, cuando Shukumar se despertaba, Shoba ya se había marchado.
Él abría los ojos y veía las negras hebras de cabello que ella había dejado en
la almohada y pensaba en ella, vestida, sorbiendo su tercera taza de café del
día, en su oficina en el centro, en la que buscaba errores tipográficos en los
libros de texto que marcaba con un ejército de lápices de diferentes colores y
en un código que alguna vez le había explicado. Ella haría lo mismo con su
tesis, le prometió, cuando estuviera lista. Envidiaba lo específico de su tarea
tan diferente de la naturaleza elusiva de la suya. Él era un estudiante
mediocre que tenía facilidad para absorber los detalles sin curiosidad. Hasta
septiembre había sido dedicado, sino diligente, resumiendo capítulos, apuntando
argumentaciones en bloques de papel amarillo con líneas. Pero ahora podía
quedarse en la cama hasta aburrirse, mirando su lado del armario, que Shoba
siempre dejaba medio abierto, en la fila de las chaquetas de tweed y los
pantalones de pana que ya no tenía necesidad de elegir para dar sus clases este
semestre. Tras la muerte del niño era demasiado tarde para dejar la docencia.
Pero su tutor había arreglado las cosas para que tuviera el semestre de
primavera para él. Shukumar estaba en su sexto año de la universidad. “Eso y el
verano te darán un buen empujón”, le había dicho su tutor. “Ya tendrías que
tener todo terminado para septiembre.”
Pero no había nada empujando a Shukumar. En lugar de eso pensaba en cómo él
y Shoba se habían convertido en expertos en evitarse el uno al otro en su casa
de tres dormitorios, pasando todo el tiempo posible en plantas diferentes de la
casa.