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21 mar 2017

EL NADADOR, de John Cheever

"The Swimmer" basada en el cuento
"El nadador" de Cheever
Era uno de esos domingos de mitad de verano en que todo el mundo repite: «Anoche bebí demasiado.» Lo susurraban los feligreses al salir de la iglesia, se oía de labios del mismo párroco mientras se despojaba de la sotana en la sacristía, así como en los campos de golf y en las pistas de tenis, y también en la reserva natural donde el jefe del grupo Audubon sufría los efectos de una terrible resaca.
—Bebí demasiado —decía Donald Westerhazy.
—Todos bebimos demasiado —decía Lucinda Merrill.
—Debió de ser el vino —explicaba Helen Westerhazy—. Bebí ¡demasiado clarete.
El escenario de este último diálogo era el borde de la piscina de los Westerhazy, cuya agua, procedente de un pozo artesiano con un alto porcentaje de hierro, tenía una suave tonalidad verde. El tiempo era espléndido. Hacia el oeste se amontonaban las nubes, tan parecidas a una ciudad vista desde lejos —desde el puente de un barco que se aproximara— que podían haber tenido un nombre. Lisboa. Hackensack. El sol calentaba. Neddy Merrill, sentado en el borde de la piscina, tenía una mano dentro del agua, y sostenía con la otra una copa: ginebra. Neddy era un hombre enjuto que parecía conservar aún la peculiar esbeltez de la juventud, y, aunque los días de su adolescencia quedaban ya muy lejos, aquella mañana se había deslizado por el pasamanos de la escalera, y en su camino hacia el olor a café que salía del comedor, había dado un sonoro beso en la broncínea espalda a la Afrodita del vestíbulo. Podría habérselo comparado con un día de verano, en especial con las últimas horas de uno de ellos, y aunque le faltase una raqueta de tenis o una vela hinchada por el viento, la impresión era, decididamente, de juventud, de vida deportiva y de buen tiempo. Había estado nadando y ahora respiraba hondo, como si fuera capaz de almacenar en sus pulmones los ingredientes de aquel momento, el calor del sol, y la intensidad de su propio placer. Era como si todo le cupiera dentro del pecho. Doce kilómetros hacia el sur, en Bullet Park, estaba su casa, donde sus cuatro hermosas hijas habrían terminado de almorzar y quizá jugasen al tenis en aquel momento. Fue entonces cuando se le ocurrió que si atajaba por el suroeste podría llegar nadando hasta allí.
No había nada de opresivo en la vida de Neddy, y el placer que le produjo aquella idea no puede explicarse reduciéndola a una simple posibilidad de evasión. Le pareció ver, con mentalidad de cartógrafo, la línea de piscinas, la corriente casi subterránea que iba describiendo una curva por todo el condado. Se trataba de un descubrimiento, de una contribución a la geografía moderna, y le pondría el nombre de Lucinda, en honor a su esposa. Neddy no era ni estúpido ni partidario de las bromas pesadas, pero tenía una clara tendencia a la originalidad, y se consideraba a sí mismo —de manera vaga y sin darle apenas importancia— una figura legendaria. El día era realmente maravilloso, y le pareció que un baño prolongado serviría para acrecentar y celebrar su belleza.
Se desprendió del suéter que le colgaba de los hombros y se tiró de cabeza a la piscina. Neddy sentía un inexplicable desprecio por los hombres que no se tiran de cabeza. Nadó a crol pero de forma poco organizada, respirando unas veces con cada brazada y otras sólo en la cuarta, y sin dejar de contar, de manera casi subconsciente, el un-dos, un-dos, del movimiento de los pies. No era un estilo muy apropiado para largas distancias, pero la utilización doméstica de la natación ha gravado ese deporte con ciertas costumbres, y en la par-te del mundo donde habitaba Neddy, el crol era lo habitual. Sentirse abrazado y sostenido por el agua verde y cristalina, más que un placer, suponía la vuelta a un estado normal de cosas, y a Neddy le hubiese gustado nadar sin bañador, pero eso no resultaba posible, debido a la naturaleza de su proyecto.

1 mar 2017

BENDICIÓN DE DRAGÓN, de Gustavo Roldán

Que las lluvias que te mojen sean suaves y cálidas.
Que el viento llegue lleno del perfume de las flores.
Que los ríos te sean propicios y corran para el lado que quieras navegar.
Que las nubes cubran el sol cuando estés en el desierto.
Que los desiertos se llenen de árboles cuando los quieras atravesar. O que encuentres esas plantas mágicas que guardan en su raíz el agua que hace falta.
Que el frío y la nieve lleguen cuando estés en una cueva tibia.
Que nunca te falte el fuego.
Que nunca te falte el agua.
Que nunca te falte el amor.
Tal vez el fuego se pueda prender.
Tal vez el agua pueda caer del cielo.
Si te falta el amor, no hay agua ni fuego que alcancen para seguir viviendo.