“Nunca estás conforme, es como si algo te faltara. No sé, como una parte que siempre estás
buscando”, me había dicho.
Su sentencia fue motivo suficiente para una más de
nuestras peleas. Pensándolo bien, algo
de razón tenía. ¿Para qué mudarme a una
casa, si en el departamento estaba tan cómoda? Además, era más seguro. No le daría con el gusto. No desandaría lo hecho. Empecé a embalar.
Cada objeto me regalaba algún recuerdo. Los sillones de pana bordó conjuraron a mamá:”
¡No se sienten en los sillones! ¡Son nuevos!”.
No pude evitar una sonrisa al encontrar el agujero que tan
cuidadosamente habíamos camuflado con mi hermano. Ya todos dormían, bajamos con
sigilo, nos apoltronamos en el sillón de pana bordó para encender sendos
cigarrillos. Queríamos aprender a fumar. Un brasa se desprendió de mi cigarrillo y fue
a parar a la pierna de mi hermano, que chilló más de susto que de dolor. Yo me ahogué con el humo pero me atraganté, al
ver que el ascua sobrevivía para terminar en una esquina del sillón. Aprendimos a fumar, pero no esa noche. La pasamos probando distintas formas de
disimular el oprobio. Tan bien logramos hacerlo,
que recién ahora, y por casualidad, lo volvía a ver.
El escritorio y el recuerdo de papá, siempre
leyendo. La lámpara que sólo iluminaba
la parte izquierda de la cara, su imagen en penumbras. Más de una vez me
pregunté si no tenía algún parentesco con “Poe” o con “Narciso Ibáñez Menta”.
Cada uno de los utensilios de la cocina, pero
especialmente el cucharón, me retrotraían a mi infancia y al canto de “La Tona”. Siempre tarareaba o entonaba las coplas de la
“Tarara” de López de Vega mientras preparaba su sopa de verduras. Mi boca desprendía fluidos salados, al mejor
estilo “Pavlov” ante aquel delicioso recuerdo.
El espejo sin embargo, era especial. Convocaba todos los recuerdos, los
contenía. Amigo fiel, testigo silencioso
de los momentos más importantes de mi vida, me acompañaba ahora, una vez más,
en esta aventura. Lo cubrí
cuidadosamente. Un imperceptible temblor
me hizo notar su fragilidad. Puse
especial esmero en protegerlo para evitar que se dañara en el ajetreo de la
mudanza. Una vez que el camión estuvo
cargado, lo seguí en el auto. No podía
dejar de observarlo. Sobresalía del resto de los muebles, como
tratando de recordarme su presencia.
Mudarme de un departamento a una casa fue un gran
cambio. Tenía mucho más espacio y quizás
por eso demoré tanto en acomodar todo. Cuando creía haber ubicado los sillones de
pana bordó, me daba cuenta que quedaban mejor en otro sitio y los cambiaba.
“Típico”, me hubiera dicho. “Nunca te convence algo de entrada”, pero como
seguíamos peleados, no lo había vuelto a ver. Por eso supuse que no debía darle importancia
a sus palabras.
Así transcurrió el tiempo, colgando adornos,
descolgándolos. La cortina de vual en la ventana del living, la de a cuadros
rojos en la cocina, hasta que le llegó el turno al espejo. Lo coloqué como siempre, frente a mi cama. Tuve la sensación de que me sonreía
agradecido.
Me sentía feliz en mi nueva casa y me dispuse a
disfrutarla. Algo, sin embargo, me tenía
inquieta. ¿Sería en realidad una
insatisfecha como él había proclamado sotto in voce? Recorría la casa, con una
taza de café en la mano, cuando me di cuenta de que no, de que él no estaba en
lo cierto. Había encontrado la causa de mi inquietud: el espejo.